En Argelia se celebran elecciones legislativas en mayo. En Marruecos, dentro de cinco meses, en septiembre. ¿Qué influencia tendrá el recrudecimiento del terrorismo islamista, responsable de los atentados del pasado miércoles, en las incipientes reformas que se iban abriendo paso en los dos países? La peor de las noticias, para España también, sería el regreso de los más duros al poder. Que el miedo sea la coartada tras la que se escondan los partidarios de desacelerar, incluso parar, los pequeños cambios democráticos que se vislumbraban en los dos países. El miedo, lo sabían ya los clásicos, puede llegar a suplantar los problemas reales.
El peligro para todo el Mediterráneo no es sólo que el movimiento salafista del norte de África se haya vinculado a Al Qaeda. Esa pésima noticia quizás tenga consecuencias terribles a corto plazo o quizás sea posible frenarlas con buenos servicios de inteligencia y cooperación policial. Lo que nadie podrá parar, ni a corto ni a medio plazo, serán las devastadoras consecuencias de la derrota de quienes pretenden introducir reformas democráticas, diques que contengan la corrupción y medidas que impulsen mejoras en la vida cotidiana de esas sociedades. Sin eso, sin la presión sobre quienes se niegan a las reformas, sin el apoyo a quienes intentan desde dentro de Marruecos, Argelia o Túnez transformar el pavoroso futuro de sus jóvenes, dándoles algo de esperanza y de perspectiva, existirán pocas posibilidades de desactivar el terrorismo islamista en el norte de África.
La Unión Europea y España se han equivocado ya muchas veces en el Magreb. La guerra civil de Argelia, hace todavía pocos años, fue un ejemplo de esa ceguera. ¿Cómo explicar que esos terribles años de "plomo", en plena época de la televisión y de los satélites, tuvieran menos cobertura informativa que la Guerra Civil española, setenta años antes, cuando sólo funcionaba el telégrafo?
Las fuentes más equilibradas hablan de 150.000 muertos sobre los que hemos pasado de puntillas, embozados en el miedo a los extremistas islámicos. Hoy, una vez más, los grupos salafistas resurgen y ahora dispuestos no sólo a luchar con las armas más o menos convencionales del Ejército argelino sino a aplicar las técnicas ideadas por Al Qaeda. Amparados en la resonancia internacional de esa potente "marca", y en campañas de atentados suicidas contra la población civil, reclaman de nuevo su protagonismo entre los jóvenes desempleados que huyen de la prolongada sequía en el interior de sus países y se amontonan en suburbios desprovistos de todo. Si la respuesta en Argelia, Túnez o Marruecos es una vez más la represión ciega y el contra-terror, si se consiente que sean monstruos los que tratan con monstruos, si los reformistas del Magreb no consiguen imponer sus criterios, el camino para acabar con el terrorismo islamista se hará todavía más largo y difícil.
Los españoles deberíamos ser conscientes de que estas son decisiones que nos atañen directamente, porque estamos en primera línea de fuego. Argelia y Marruecos están al alcance de la mano y por mucho que no acabemos de creernos que la amenaza integrista es tan peligrosa para ellos como para nosotros, esa es la realidad. En estos momentos, lo único que puede poner en peligro la estabilidad española es la inestabilidad del Magreb. Nada influye más en nuestro futuro que el desarrollo político que sigan esos dos países en los próximos años. Si algunos irresponsables no se hubieran empeñado tanto en poner en duda la autoría de los grupos salafistas en el atentado del 11-M, quizás hoy día los ciudadanos estaríamos más advertidos y alertas sobre la auténtica amenaza a la que hacemos frente. Seamos conscientes de que hay doscientos presuntos terroristas islamistas en nuestras cárceles. De que en 2006, según datos de Europol, se realizaron 51 nuevas detenciones (de las 257 que se hicieron ese mismo año en toda la UE, sin contar Reino Unido). De que prácticamente la totalidad de esos detenidos y encarcelados nacieron en Marruecos, Argelia y Túnez y de que todos son menores de 40 años.
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Soledad Gallego Díaz, en El País, 13 de abril, 2007.