Los titulares de los periódicos de esta semana han lamentado unánimemente que la Alhambra no saliera elegida en la competición patrocinada por el millonario suizo Bernard Weber como una de las Siete Maravillas del Mundo. Nadie puede dudar de que la selección final fue un poco extraña, ya que incluía el Cristo del Corcovado de Río de Janeiro, una estatua que no es especialmente bella y que se distingue sólo por su excepcional altura. La competición era al mismo tiempo ilógica y absurda, ya que reducía sólo a siete el número de finalistas entre las infinitas maravillas existentes en un mundo que, a pesar de todas sus tragedias, aún guarda riquezas incontables. En todo caso, ningún resultado hubiera tenido sentido, porque aun ampliando la lista a 14 en lugar de a siete todavía se habrían excluido muchísimas candidaturas merecedoras de tenerse en cuenta.Sin embargo, el desengaño que España se ha llevado también es ilógico y erróneo. Los españoles fueron los primeros en destruir su propia Alhambra. Fue uno de los primeros objetivos de los soldados cristianos después de la caída de Granada en 1492, y el primer objetivo de los cristianos con celo que querían imponerse sobre los logros del islam. Durante más de 400 años, los españoles dejaron que la estructura y los jardines del monumental complejo acabaran en ruinas y decadencia. Para ellos, tan solo era un símbolo de una civilización de la que, intencionadamente, querían eliminar cualquier vestigio, con la consiguiente pérdida de decenas de miles de vidas y el sufrimiento de centenares de miles de españoles musulmanes que fueron expulsados arbitrariamente de su tierra natal (Al-Andalus). España se convirtió durante esos 400 años en el hogar principal de la Desalianza de Civilizaciones.Cuando los extranjeros visitaron las ruinas de la Alhambra después de más de 300 años de abandono quedaron atónitos. El viajero inglés católico Henry Swinburne, cuando estuvo en Granada en 1775, se sorprendió de la gran desatención en que tenían los españoles su legado islámico: «Las glorias de Granada han perecido con sus antiguos pobladores; las calles están repletas de suciedad, los acueductos derruidos, los bosques talados, el territorio despoblado, el comercio perdido; en resumen, todo en un estado de lo más deplorable».Cuando Washington Irving vio la Alhambra por primera vez en 1829 señaló que los españoles habían descuidado su conservación. El famoso viajero Richard Ford, en 1830, dio testimonio del estado ruinoso del palacio, que empeoró con la ocupación francesa durante la Guerra de la Independencia. Dentro de las ruinas de la Alhambra, escribió, no quedaba nada, salvo «un grupo de inválidos demacrados y medio muertos de hambre que llevan por único uniforme su desgracia harapienta. Estos espantapájaros constituyen los únicos centinelas de un edificio que está en ruinas a causa de la apatía de los españoles». Es significativo que la página de internet oficial de la Alhambra evite dar información sobre la condición del lugar entre los siglos XVI y XVII. Es demasiado terrible decir la verdad, de modo que sólo ofrecen el silencio.Sin embargo, como ya he explicado en mi más reciente libro Los Desheredados, la Alhambra, aun siendo una ruina, se convirtió en la inspiración de escritores, artistas y compositores de toda Europa, desde Londres hasta Moscú. Los ingleses, franceses y rusos ya estaban componiendo música sobre la Alhambra mucho antes de que lo hicieran los españoles La resurrección del magnífico palacio árabe fue por tanto un logro de la élite culta europea. Y los escritos de Irving provocaron que los españoles se decidieran a hacer algo sobre la ruina; así, a partir de 1830 se acometieron pequeñas reformas y, desde 1870, se emprendieron algunas restauraciones importantes.Con el tiempo, el parcialmente restaurado edificio ha recuperado algo de la dignidad perdida. Por desgracia, al mismo tiempo ha empezado a formar parte de una falsa memoria histórica, creada deliberadamente para fomentar el turismo o para impedir que el público comprenda lo que realmente sucedió.La falsa memoria ha llenado las páginas de los periódicos durante los últimos días. «Todo se ha conservado casi misteriosamente», declara un artículo que tengo delante de mí. La afirmación, hecha con una riqueza de vacuas palabras que esconden su vacío detrás de una cortina de humo de sílabas, es totalmente engañosa, porque no hay misterio y tampoco duda alguna de que «todo» no ha sido conservado.Igualmente falsa es la leyenda de que la Alhambra representaba la «convivencia interreligiosa», una frase que fue ideada en los días del Romanticismo, cuando los escritores se sentían con libertad de crear en su imaginación una sociedad que devolviera a sus aburridas vidas parte de la pasión y exotismo del lejano Oriente. Hoy, por desdicha, las leyendas son el combustible de la industria turística y, en lugar de progresar hacia un mejor conocimiento de la Alhambra y su lugar en la historia, se nos conduce cada vez más lejos de la realidad y estamos sujetos a visiones del pasado políticamente manipuladas. No es una sorpresa que el libro que los expertos publicitarios de la prensa recomiendan sea Cuentos de la Alhambra (1832), de Washington Irving, un relato de la supuesta historia y leyendas de la España mora, que, como enseguida aclaró el autor, no era «una novela caballeresca e histórica, sino una historia romántica».Compartimos, obviamente, la decepción por el resultado de la votación sobre las Siete Maravillas. Pero nada cambiará. Granada continuará, como siempre, recibiendo aluviones de visitantes. Las calles se harán intransitables en verano. La industria del turismo continuará ganando mucho dinero. Miles de estudiantes extranjeros acudirán a la ciudad para estudiar español y les entretendrán con historias fantásticas de cómo las Tres Culturas vivían juntas felizmente en épocas medievales. La Alhambra seguirá siendo uno de los monumentos de la civilización islámica de la cual España puede sentirse orgullosa, y siempre será -como declaró la Unesco hace tiempo- parte del patrimonio universal.Todas las competiciones del estilo que se acaban de celebrar son arbitrarias y, muy a menudo, injustas. Los ganadores se merecen vencer, pero los perdedores no se merecen la derrota. Mi crítica sobre toda la farsa es sumamente personal. ¿Por qué de entre las Siete Maravillas que daban a escoger al público internacional no había ni una sola que datara del mundo moderno del siglo XX? La competición debió haber dado a todos la oportunidad de escapar de la tiranía del pasado, pero, en lugar de ello, la huella del pasado estaba en casi cada página del resultado de la votación.La Gran Muralla de China y la ciudad de Petra en Jordania son antiquísimas, el Machu Picchu es del siglo XV, el Taj Mahal del XVII, la Estatua de la Libertad del XVIII. ¿Es qué el siglo XX no ha producido nada que nos permita preparar una nueva lista de Maravillas que pueda competir con las viejas listas? ¿Ha fracasado tan terriblemente la raza humana que no podemos señalar con orgullo ni un solo logro en los últimos doscientos años?Es una pregunta importante, pero no me detendré a contestarla. Tengo mis propios contactos con las maravillas, cuando por las mañanas salgo a caminar a través de los bosques de Georgia, cuando oigo con asombro el melodioso gorjeo del pájaro cardenal cantándole a su compañera en primavera, y cuando contemplo las luces del anochecer reflejándose en las aguas del lago. En esos momentos no necesito ir al Machu Picchu o a Granada. Respeto su eminencia y saludo su grandeza, pero también estoy contento con mis más modestas maravillas del universo.
Henry Kamen es historiador y acaba de publicar Los Desheredados. España y la Huella del Exilio (Aguilar).
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